Eran los primeros días de septiembre, lluviosos casi todos…
el primer día de clases estaba por llegar, por eso me había acostado muy
temprano, ya que mi casa queda bastante lejos de la escuela y había que caminar
poco más de un kilómetro y no quería llegar tarde.
Apagué la luz y me senté en la orilla de mi cama, en mi mente seguía repasando lo que momentos antes había hecho: meter en mi mochila los cuadernos y otros útiles que me habían comprado mis padres, no sin antes revisar en varias ocasiones cada uno de ellos milímetro a milímetro, aquella mochila de mezclilla con el logotipo de una conocida marca de pantalones, la había abrazado, aspiraba su olor a nuevo, la volteaba al derecho y al revés, tenía una pequeña bolsa por delante con un cierre -donde después seguramente metería mi pegamento y se derramaría volviendo más dura la mezclilla- y mostrado con mucha alegría a cada persona que llegaba de visita a la casa. En otros años, había llevado mis útiles en costalillas, sí, esas bolsas de hilos de plástico de colores que también se usaban para el mandado.
Ya en cama, repasaba en mi mente con mucha emoción lo que haría al día siguiente al llegar a la escuela: conocer quien sería mi nuevo maestro o maestra, saludar a los amigos, saber quien se había ido a otra escuela o incluso a vivir a otro lugar e igual, saber si tendría nuevos compañeros.
Me moría de ansias por tener en mis manos los libros, para aspirar ese inconfundible y agradable olor a nuevos (pocos olores son más agradables que el de un libro nuevo), ver los dibujos de las portadas para luego compararlas con los alumnos de otras escuelas, ya que en ocasiones las portadas no eran iguales, aunque fuesen del mismo grado
¡El primer recreo del año escolar! Me imaginaba quienes estarían en mi equipo para el partido de futbol, no importaba que el patio estuviera lleno de charcos, jugaríamos descalzos… siempre y cuando alguien llevara la pelota -porque en ese tiempo casi nadie llevaba balón- usábamos esas pelotas rojas que mágicamente se hacían un poco más pequeñas y pesadas, ideales para el gran partido de futbol. Yo no era tan bueno para el futbol, pero sí el más emocionado.
Y así, en mi mente iba repasando cada imagen de los momentos que viviría en ese primer día de escuela, las horas transcurrían lentas en mi mente porque me urgía que amaneciera, pero ágiles en el reloj… no sé si dormité algún pequeño momento, pero la madrugada me sorprendió despierto y ya era hora de levantarse, ¡la escuela me había robado el sueño!
Pero también me enseñó el camino para alcanzar otro, yo amaba a la escuela y…. ¡decidí ser maestro! ¡Para así no irme nunca de ella!
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